Friday, September 30, 2011

Annie Leibovitz / Retratos memorables


Annie Leibovitz
RETRATOS MEMORABLES

  • El presidente de Estados Unidos Barack Obama y su familia posan para Leibovitz en el Salón Verde de la Casa Blanca. 1 de septiembre de 2009.
  • Yono Ono, acostada mientras su marido, John Lennon, la abraza y se acurruca completamente desnudo. Al cantante sólo le quedaban unas horas de vida.
  • Burce Sprinsteen. En concreto el trasero del cantante enfundado en unos viejos vaqueros. Se trató de una toma al azar en la sesión fotográfica del disco  "Born in the U.S.A.", y que acabó por convertirse en la portada del álbum.
  • La actriz Demi Moore, desnuda, exhibe su feliz embarazo de siete meses.
  • Whoopi Goldberg, feliz como una niña, se sumerge en una bañera llena de leche, dejando ver sólo su rostro y sus extremidades.
  • George W. Bush y su Gabinete posan en la Oficina Oval de la Casa Blanca, luego de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001.
  • El artista búlgaro Christo, envuelto completamente en tela, tal como él empaqueta los edificios.
  • [La cantante Dolly Parton posa sonriente, mientras cubre con su cuerpo al musculoso actor Arnold Schwarzenegger.
  • Los actores Dan Aykroyd y John Belushi, disfrazados como The Blues Brothers, con sus caras pintadas de azul.
  • La reina Isabel II del Reino Unido mira hacia Londres por la ventana de un salón del Palacio de Buckingham.
  • El artista Keith Haring, con su cuerpo pintado, es otro de sus propios cuadros.
  • El político ruso Mijaíl Gorbachov sentado dentro de un automóvil con los restos del Muro de Berlín al fondo.
  •  El cantante Sting, cubierto de barro,  se mimetiza con el paisaje del desierto.
  •  Un primer plano del músico Pete Townshend, quien apoya la cabeza sobre su mano mientras brota sangre desde su palma.
  • La cantante y actriz Miley Cyrus cubre su busto solo con una sábana blanca cuando ella tenía apenas 15 años de edad, perversa e inocente.
  • En un primerísimo plano, Meryl Streep parece sacarse su propio rostro al estirar con la punta de los dedos una mascarilla blanca. Esa mascarilla podría ser otro de los personajes de la famosa actriz.
  • Demi Moore, con un traje de hombre pintado sobre su piel y más bella que nunca, vestida y desnuda al mismo tiempo.




 
 























Thursday, September 29, 2011

Susan Sontag / La vida secreta

Susan Sontag
Fotografía de Annie Leibovitz
La vida secreta de Susan Sontag

Sacó los colores durante décadas a la sociedad norteamericana, pero protegió férreamente su intimidad y mantuvo casi en secreto su relación con la famosa fotógrafa Annie Leibovitz. Tras su muerte, los detalles empiezan a salir a la luz.

Por Ferran Viladevall
Los Angeles (EEUU)
El Mundo, 2 de Enero de 2005


Susan Sontag, 1988
Fotografía de Annie Leibovitz

Era una mujer pública pero pocos conocían sus intimidades. Hablaba claro y con bravura, pero se mostraba vaga y escurridiza cuando se trataba de descubrir su lado más personal. Días después de los ataques del 11-S, por ejemplo, arremetió contra la ceguera patriótica: «En temas de coraje, se puede decir lo que sea de los culpables de la masacre, pero no que fueran cobardes». Ella planteó la pregunta que ha estado flotando en el ambiente desde la tragedia: «¿Dónde está el reconocimiento de que esto no fue un ataque cobarde a la civilización o a la libertad o a la humanidad o al "mundo libre", sino un ataque al autoproclamado superpoder; ejecutado como consecuencia de las alianzas específicas y acciones de América?»
Pero Sontag ya tenía experiencia en sacar los colores a los que crean conflictos. Cuando la guerra de Vietnam, acusó a la raza blanca de «ser el cáncer de la historia humana». Irónicamente sería otro cáncer -una leucemia-, lo único que ha podido hacerla callar.

Susan Sontag 1993
Fotografía de Annie Leibovitz

 ¿Quién era Susan Sontag? Se sabe que estaba unida a la fotógrafa estadounidense Annie Leibovitz, una relación que duró tres lustros. Leibovitz es toda una institución que se hizo un nombre con sólo 31 años al fotografiar a un John Lennon desnudo abrazado a Yoko Ono para la revista Rolling Stone. Una instantánea hecha sólo horas antes de que Lennon fuera asesinado.
           Pero a pesar de ser puntos de referencia de la cultura y las letras, ambas guardaron celosamente los detalles de su relación.Aunque se sabe que vivían en pisos separados en el mismo edificio de Chelsea, en Manhattan.
         
Annie Leibovitz

            Hace tres años cuando Leibovitz dio a luz por cesárea a Julia Margaret Cameron, su primera y única hija, organizaron una fiesta conjunta para celebrar el evento. Sólo acudió la aristocracia intelectual de la gran manzana. Un círculo elitista en el que se incluye el actor Michael Douglas y la editora de la difunta revista Talk, Tina Brown. Si alguien se escandalizó porque Leibovitz hubiera parido a los 52 años, o por la clamorosa ausencia de un padre natural del bebé, nadie dijo nada.
          Su círculo de amistades siempre ha cerrado filas en torno a la pareja, cuya fortuna se estima en 30 millones de dólares. Su silencio ha ayudado a perpetuar el misterio y el secretismo acerca de su relación. Y nadie sabe exactamente a qué se deben tantas precauciones.
          La clave puede estar en sus amistades. Según el profesor Carl Rollyson, que escribió una biografía de Sontag en 2000, la pareja siempre tuvo amigos muy poderosos. Y «la gente está temerosa de hablar».
          Desde The New Yorker, la revista cultural más prestigiosa de Estados Unidos, se duda de la veracidad de las elucubraciones de Rollyson, que aparentemente hace uso de afirmaciones que Sontag hizo a sus más íntimos sin que haya sido confirmada su participación en el libro. La revista critica, además, que Rollyson se basara principalmente en la opinión de la feminista y comentarista social Camille Paglia -a quien el libro califica de lesbiana a pesar de su ambigüedad al respecto-. Paglia, admiradora acérrima de Sontag, vio como la intelectual se volvía contra ella por su obsesiva devoción. Eso explicaría su resentimiento.
          ¿Por qué tanta discreción? Hay rumores. Uno de ellos hace referencia a la inseminación artificial de Leibovitz. Dicen las malas lenguas que la fotógrafa -que cobra unos 100.000 dólares por día de trabajo-, recibió esperma de David Reiff, el único hijo de Susan Sontag.Un rumor alimentado por la excelente relación entre Reiff, que ya ha llegado a la cincuentena, y su madre. Para aclararlo, hizo falta que una de las personas de su círculo rompiera silencio.Fue nada menos que Marilyn, la madre de Leibovitz. «De ninguna manera. Por Dios», zanjó la señora. Según su versión, el esperma venía de un banco. Por ella se sabe también que Sontag estuvo presente en el parto y que Leibovitz -fotógrafa de la revista Vanity Fair-, se llevó su inseparable cámara para inmortalizar a la recién nacida.
          Pero es difícil creer que la inseminación artificial o el parto fueran las causas de su secretismo. Quizás fuera su sexualidad. Leibovitz reconoció la influencia de Sontag en su vida, pero no fue más allá. Por su parte, Sontag declaró que «había amado a hombres y mujeres». Pero su preferencia por las mujeres quedó más clara cuando en 1999 ayudó a Leibovitz a fraguar Women, un libro que retrata la feminidad en el cambio de milenio con fotografías de ella y textos de la escritora.


Susan Sontag
Fotografías de Annie Leibovitz

         Sin embargo, Sontag y Leibovitz no aprovecharon su estatura pública para defender sus causas. Y eso no sentó bien a los activistas homosexuales. Pero hay quien opina que para Sontag -autoproclamada «moralista obsesiva» y «fanática de la seriedad»-, usar el lesbianismo como bandera hubiera sido contraproducente para una mujer «cuya inteligencia era aún mayor que su talento», según el novelista Gore Vidal. De hecho, el silencio sobre sus preferencias sexuales no hizo más que aumentar su poder como voz contemporánea. Ahora que no está, es posible que salgan a la luz más detalles sobre su vida privada. Llegarán, pero no inmediatamente.


ASI ACUSABA

EEUU. «Siento un poco de vergüenza de ser estadounidense. Siempre me ha molestado la vanidad de querer ser los primeros, la cultura popular, las películas de Hollywood... Quizá por eso me gusta tanto sentirme extranjera. Me interesan más los derrotados que los vencedores».

11-S. «La desconexión entre lo que sucedió y cómo podría entenderse y las tonterías farisaicas y abiertos engaños difundidos por todas las figuras públicas estadounidenses y analistas de televisión son asombrosos, deprimentes»

POLITICA. «La política, la política de una democracia -que implica desacuerdo, que promueve la sinceridad-, ha sido sustituida por la psicoterapia».

BUSH. «No hay ninguna razón para centrarse en la simplista retórica de cowboy de Bush que, durante aquellos días inmediatamente postriores al 11-S, pasó de la cretinez más absoluta a la siniestralidad más lúgubre».

«GUERRA SANTA». «EEUU se ha comportado de una manera brutal e imperialista, pero no está involucrado en ninguna operación general contra lo que denominamos mundo islámico».

INTELECTUALES. «Entra de lleno en la gran tradición el anti-intelectualismo norteamericano el recelo hacia el pensamiento, hacia las palabras. Y presta un gran servicio a los fines del actual gobierno. Decir algo podría resultar polémico. Mejor no decir nada».



Wednesday, September 28, 2011

Esteban Carlos Mejía / Adiós a los próceres


Rabo de paja
Adiós a los próceres y otros vainazos

Por Esteban Carlos Mejía
El Espectador, 24 de septiembre de 2011

Mi amiga Isabel Barragán anda de mal genio. “Es el equinoccio de primavera en el hemisferio sur”, dice, mientras saca libros del baúl de su carro y los empaca en un morral. Estamos en el parqueadero de la universidad donde dicta literatura aplicada o comparada. “Hoy desayuné fricasé de alacrán”. Los ojos le centellean en su cara casi perfecta. “Supe que estuviste en una charla con Pablo Montoya, en el pantanero ese de la feria del libro en el Jardín Botánico”, dice. “Fue la presentación en Medellín de Adiós a los próceres, edición de Grijalbo”. “¿Y qué tal?”. “Pues a mí me encantó”, digo, no sin cautela. “Es una colección de 23 semblanzas. Veintidós héroes y el que los fusiló. Historia patria vuelta ficción, una invención apócrifa, sin respeto por los acontecimientos”.
Me analiza con curiosidad. La miro a los ojos: “A Pablo Montoya, y son sus palabras, le ‘atraen más la incredulidad y la reserva que la ingenuidad y el ditirambo’. Tiene imaginación, memoria, gusto estético y erudición. Escribe con humor, sutileza e inteligencia, y cada texto es un manjar”. Las semblanzas son a lo Voltaire y en homenaje a Marcel Schwob y sus Vidas imaginarias. Le menciono las que más me gustaron. Antonio Nariño, traductor. Jorge Tadeo Lozano, zoólogo. Pedro Fermín de Vargas, farsante. Simón Bolívar, bailarín. Manuel Atanasio Girardot, abanderado. Francisco de Paula Santander, leguleyo. “¿No hay mujeres?”, me interrumpe, despectiva. “Tres, las mejores”, le contesto. “Antonia Santos, guerrillera. Policarpa Salavarrieta, espía. Manuela Sáenz, amante. Al final aparece Pablo Morillo, pacificador, el único que no se torció, cruel y desalmado desde que llegó hasta que se fue”. “Pablo Montoya escribe muy bien”, dice. “Su novela Lejos de Roma, en Alfaguara, 2008, me hizo reír y llorar, soñar y gozar”.
El baúl está lleno de libros, en cajas, en bolsas, sueltos. De repente, cambia de tema, impetuosa. “Me emputa la zalamería”, ruge. “A una matrona de la farándula cultural bogotana le dio por decir que Tomás González es dizque el secreto mejor guardado de la literatura colombiana”. “No está mal”, replico. “Menos cuando se pone a hablar de maticas y flores”, dice. “¿Cómo así?”. “Begonias, zapotes, Philodendrum andreanum, buganvilias, dalias, girasoles, cymbidium, totumos (Cresentia cujete), aguacates, lulos (Solanum quitoence), boñiga”. “¿Qué es eso?”, digo, boquiabierto. “Los caballitos del diablo, de 2003, editada por Norma, la extinta”. “Pero La luz difícil, su más reciente novela, brilla con luz propia”, digo. Se encoge de hombros: “A lo mejor. En todo caso, la literatura colombiana tiene otros secretos mejor guardados”. “¿Ah, sí?”, digo. “Al rompe le soplo seis, mijito. Miguel Torres, cuya novela El crimen del siglo es paradigmática. Roberto Rubiano Vargas, cuentista y novelista de culto. Lucía Estrada, poeta y poeta. Ramón Illán Bacca, carnavalesco. Evelio José Rosero, post-boom. Y Pablo Montoya Campuzano, semblancero mayor. ¿Cómo le quedó el ojo?”. Ay, equinoccio. Ay, primavera.




Tuesday, September 27, 2011

Esteban Carlos Mejía / A que te casco, ratón


Esteban Carlos Mejía
A QUE TE CASCO, RATÓN
El Espectador, sábado 27 de agosto de 2011


Mi amiga Isabel Barragán volvió a cumplir 33 añitos el 11 de julio. Increíble: no le pasa el tiempo. Su figura es inmejorable, ni un gramo de grasa, sólo músculos, bellos músculos, pura fibra, y la piel tostada y los ojos verdes siempre resplandecientes y los labios repolluditos. ¡Vade retro satana!
Me la encuentro en la puerta del gimnasio de la universidad donde enseña literatura aplicada, mitad ficción, mitad realidad. La sudadera se le pega al cuerpo, vibrante como cuerda de violín bien temperado, y... Mejor la saludo. “¿Mucha elíptica o qué?”, digo. “Artes marciales”, responde con firmeza. ¿Hapkido? ¿Kung fu? No averiguo. “¿Estabas combatiendo?”. “Sí, con mi marido”, dice y se le ilumina la sonrisa. “Lo casqué”. “¿Lo cascaste?”. “Por supuesto”. Me quedo perplejo. “¿Y eso?”, digo. “Es que friega mucho, es muy necio y manipulador”, contesta sin que le tiemble la voz. “Cuando se quiere hacer la víctima, lo hace perfectamente. Si le casco es porque se la ganó, por joderme tanto”.
Se pasa la mano por el pelo mojado. “Ustedes, los hombres”, dice con énfasis, “para molestar están solos, son muy necios, y cuando se deciden a fregar a una mujer no los para nadie, son insoportables,  agresivos y nos provocan reacciones que no podemos controlar”. “Pero tu marido es un alma de Dios”, digo, pensando más en mí que en él. “No hace milagros porque le da pereza”. “¿Y aún así le pegas?”. Se ríe: “Sólo acá en el gimnasio”. Me río  también: después de todo la vaina no es conmigo.
Cambio de tema. “¿Y qué estás leyendo?”. Abre el morral y saca Todos los nombres. “¿Te encaprichaste con Saramago?”. “¿Por qué no? Yo leo lo que me da la gana”. Agacho la cabeza. “Es una novela sobria, laberíntica, con un protagonista, don José, absolutamente conmovedor”. Me muestra algunos párrafos, resaltados en amarillo. “Tiene una trama sencilla y efectiva. Cuando la leí por primera vez, hace como doce o trece años, lloré a moco tendido, sin saber por qué. Ahora, no pude dejar de asociarla con El proceso, de Franz Kafka, o con El nombre de la rosa, de Umberto Eco. Con De senectute, de Norberto Bobbio, en sus pasajes más íntimos. Y con Borges, todo”. “¿Borges?”. “Sí, la Conservaduría General del Registro Civil, epicentro de Todos los nombres, es una Babel. Y Babel, para mí, es Borges”. Agrega con picardía: “Saramago maneja su sarcasmo”. “¿Mujeres que le pegan a hombres?”. Guarda el libro: alcanzo a ver su cinturón negro de karate. “No fregués o te casco”, dice, seria como una víbora, bendito sea mi Dios.



Monday, September 26, 2011

Isla Negra / Fotografías de Triunfo Arciniegas



Isla Negra, Chile
Casa de Pablo Neruda
Fotografías de Triunfo Arciniegas



Testimonio de Rafita

Lo conocí el año 48. Le trabajé más de veinte años, construí la mayor parte de la casa, hasta lo último que él no alcanzó a ver terminado.
            Al comienzo eran dos piezas no más: el baño y la cocina. Cada año iba haciendo un agregado, él hacía los dibujos, lo quería todo al capricho, que no fueran rectas, siempre con una curva haciendo diferentes formas.
            Le colgué los mascarones y con un formón repasé los nombres de los amigos fallecidos, que él marcaba con una tiza en las vigas del bar… fue muy bueno conmigo… me quería como un hijo… no me trataba como un maestro no más, sino como un amigo… tenía una sensibilidad de impresión para transmitir las cosas con una facilidad única.
            Ahora le cuido la casa.

Luis Poirot
NERUDA: RETRATAR LA AUSENCIA
Santiago de Chile, Hachette, Editorial Los Andes, 1991




















Sunday, September 25, 2011

Triunfo Arciniegas / Pablo Neruda en Isla Negra


Ojo de pez
Isla Negra
Fotografía de Triunfo Arciniegas

El mar de Isla Negra
Fotografía de Triunfo Arciniegas

Casa de Pablo Neruda
Isla Negra, Chile
Fotografía de Triunfo Arciniegas

Triunfo Arciniegas
PABLO NERUDA EN ISLA NEGRA
Una visita al poeta

            Te diré la verdad. “Dios me libre de inventar cosas cuando estoy cantando”, dijo el poeta. Le hablé de ti. Lo visité en su casa de piedra y madera a mitad de septiembre, mes tan amado, porque necesitaba hablar con alguien que supiera de los misterios de la tierra y la profundidad de los mares, del viento y del fuego. Como llegué temprano, el poeta me invitó a izar la bandera de Isla Negra, un trapo blanco con un pez ­-que atraviesa algo así como un ojo vertical- dentro de un círculo, y alrededor las seis letras de su apellido de poeta, tal como se aprecia en la tapa de sus libros editados por Losada. Se rió como un niño y dijo con su voz de tortuga: “El día nace en nuestras manos”. Mientras contemplábamos la bandera, la Panda, que nos había seguido, orinó el asta y concluyó la ceremonia. Conduje su auto hasta El Tabo, unos seis kilómetros al sur, para comprar tomates y cebollas, pan y periódicos. Nunca aprendió a conducir. El mago de las palabras no sabe amarrarse los zapatos. Tuve que amarrarle un cordón en el mercado. De regreso, nos detuvimos a recoger un pájaro que se había caído del nido. Como era difícil devolverlo a su alto dormitorio, decidió llevarlo. “Verde sueño, verde rama”, dijo una y otra vez hasta que llegamos a casa. Le abrió el pico al animal y le dio pan mojado por su saliva. Ya me habían hablado de su habilidad con los pájaros. Los acaba de criar, se van y vuelven. A tal punto llegan sus conocimientos que escribió Arte de pájaros. Durante el exquisito y prolongado desayuno, el poeta y Matilde, su mujer por más de dos décadas, me hablaron de la Isla de Capri, donde por los años cincuenta vivieron un amor clandestino. Entonces el poeta escribía para Matilde Los versos del capitán, uno de sus libros más hermosos, donde se combinan a la perfección el amor del hombre y la conciencia del militante, donde él es un tigre, un cóndor, un insecto en el cuerpo desnudo de la amada, donde él es un alfarero y ella es la reina. Entre risas, abrieron para mí el altar de los amores. “Teníamos un perro que se hizo famoso en la isla”, recordó Matilde. Alguna vez se les extravió y con sorpresa oyeron por la radio que lo describían como il cane del poeta Pablo Neruda y agradecían cualquier información sobre su paradero en la Cassetta d'Arturo. Llegó de noche con una corbata anudada al collar, loco de alegría y muerto de hambre. “Todavía sueño con il cane del poeta”, dijo Matilde y nos dejó solos. “Le caíste en gracia”, dijo el poeta, porque Matilde no habla con todo mundo de asuntos tan sagrados. “Te enseñaré mi territorio”, anunció. Me paseó por la casa más inverosímil que puedas imaginarte, toda de piedra y madera, mostrándome sus objetos amados con el regocijo de un niño por sus juguetes: la colección de caracolas, de mascarones de proa, de botellas, delicias recogidas en todas las partes del mundo. “Los he juntado a través de toda mi vida con el científico propósito de entretenerme solo.” Vi el hermoso caballo que conoció desde niño en Temuco, un par de ángeles, una pequeña locomotora en el centro del jardín. Vi su escritorio, una gruesa tabla abandonada por el mar frente a su casa. Luego vi la biblioteca del hombre que se compró todos los libros que durante su vida soñó tener. Palabras de Matilde. Innumerables libros de poesía, libros de botánica, libros de pájaros, de insectos, de peces. Todo el mundo sabe que el poeta ha gastado sumas astronómicas en los libros más raros del mundo, en manuscritos. Quevedo, Cervantes, Góngora, en ediciones originales, me cortaron el aliento. También Laforgue, Rimbaud, Lautrémont. Paul Eluard le regaló en París, para su cumpleaños, las dos cartas que Isabelle Rimbaud escribió a su madre desde el hospital de Marsella donde al errante poeta de Una estación en el infierno le amputaron la pierna. Ya era casi mediodía y seguíamos viendo cosas y cosas. Me pidió una pausa para escribir una carta con su endiablada letra verde y llamó a alguien para que la llevara corriendo al correo. “Vamos al grano”, dijo. Entonces, con miedo, saqué mi libro de poemas recién empastado y se lo entregué. Leyó dos o tres poemas. El tiempo se detuvo. Alguien gritó en la lejanía. Cerró el libro y lo sostuvo debajo del brazo. Matilde nos llamó al comedor. El poeta pasó por el dormitorio y regresó sin el libro. El espectáculo del almuerzo confirmaba la fama de experta cocinera de Matilde. Carne abundante: Matilde tampoco cree en los poetas vegetarianos. No disimulé el regocijo. “Espero que esté tan sabroso como lo ves”, dijo Matilde. Estaba aún más sabroso. Iluminado, sabiéndome en uno de los sueños de mi vida, les conté de mi viaje. Preguntaron por la situación política de nuestro país y por personas conocidas que no habían visto durante algún tiempo. Contaron anécdotas con escritores y pintores famosos. Luego el poeta se retiró a dormir su siesta porque no hay nada en el mundo que se lo impida.  Alabé la belleza de la casa y Matilde dijo: “Cuando se quiere buscar un sitio hermoso, hay que preguntar a un poeta”. Recogimos la mesa. “Pablo es mi alegría”, dijo Matilde, las manos sumergidas en el jabón y el agua. “Él es un niño pero yo soy su niña.” Luego, como queriendo terminar el tema: “Somos simplemente felices”. Describió los viajes que hacen en enero a lo largo de Chile, por todos los pueblos, por los mercados, por las tiendas, bebiendo la vida, hablando con todo el mundo de esto y lo otro. Señaló una serie de botellitas de agua de azúcar casi horizontales y envueltas en papeles de colores, diseminadas por todo el jardín. Los colibríes llegan por docenas a colgarse de las botellitas y se beben el néctar, como embriagándose. “Esto nos hace felices”, dijo Matilde. Se excusó para ver al poeta. Salí a caminar por la playa. Contemplé el mar y algunos pájaros. Pensé que te escribiría una carta y te contaría de este día maravilloso. Pensé que si la escribía con el dedo en el espejo de la playa tal vez las olas la llevaran a tu puerta. O en la oscura piel de las piedras que aquí abundan. Regresé casi de noche. El poeta me esperaba con una botella de vino. Soy otro colibrí en el jardín de su casa, pensé. No me atreví a preguntarle por mi libro. “No demos más vueltas, vamos al grano, viniste a hablarme de tu mujer.” Le dije que sí, así era, y le hablé de ti hasta que acabamos la botella. El poeta no decía nada, oía el mar y oía mi voz. Luego me miró con sus ojos pequeños y profundos, sonrió y me dijo: “No hay duda, quieres a esa mujer y esa mujer te quiere”. Luego, en voz baja: “Es una mujer para siempre, yo también la hubiese querido”. Había leído mi libro. “Le estás escribiendo tus versos de capitán”, dijo. “Eres un capitán sin barco pero llevas buen rumbo.”  Señaló que contigo estoy en la cuerda floja: mientras me mantenga arriba seré profundamente feliz pero si me dejo caer seré profundamente desgraciado y tal vez para siempre. “Diste con una de esas mujeres que marcan al rojo vivo.” Observó que en casos así no se sabía si envidiar o maldecir la suerte. Le dije que mi padre es herrero y  sabe de metales y de fraguas y de fuego. “¿Qué tanto sabes de fuegos? Mi padre era ferroviario”, dijo el poeta. Y volviendo a ti, agregó con firmeza: “Quiero que esa mujer me lea”. Se levantó y regresó con otra botella y unos libros. De uno de sus libros sacó un papel y descifró su tinta verde: “Esta mujer cabe en mis manos. Es blanca y rubia, y en mis manos la llevaría como a una cesta de magnolias...” Era apenas una hoja, elemental y bella, perfecta. “¿Verdad que escribí esta página para esa mujer tuya?” Sonreía. ¿Cómo supo que eres blanca y rubia? Quería recordar un poema de Los versos del capitán que le gusta mucho a Matilde. Cerró los ojos y citó con lentitud y dulzura: “De tus caderas a tus pies quiero hacer un largo viaje. Soy más pequeño que un insecto. Voy por estas colinas...” Dobló algunas hojas que ahora debo entregarte. “¿Quieres que te diga la verdad?  Eres afortunado, ya tienes la mitad de la dicha.” Ya estábamos borrachos cuando mencioné tus piernas. Soy un hombre de piernas, como decía Bukowski. Replicó: “Lucy es un nombre perverso”. Pero advirtió que no me preocupara, que el mundo se divide entre perversos y pendejos. Lo dijo con otras palabras pero esa es la idea. Leyó otros poemas, muchos poemas, hasta unos recién inventados. De la poesía pasamos a otras fiestas. Me mordí la lengua para no preguntarle por Josie Bliss, la pantera birmana que le espantaba las visitas a cuchillo. Le dije, en cambio, que sabía de su afición a disfrazarse con bigotes, sombrero de copa y chaleco de barman, y entonces recordó una fiesta de cumpleaños que congregó en su casa a más de doscientas personas. Él y la Patoja, como suele decirle a Matilde, se encontraron cara a cara entre tanta gente y subieron a donde estábamos conversando y se quedaron ahí el resto de la noche,  solos y felices entre tanta gente. El final de la botella me señaló el momento de la despedida. Me invitó a la cocina y comimos una cosa y otra, muertos de risa, procurando no despertar a la Patoja. Paramos de reír porque quería contarme algo, quería hablarme de su mujer en el jardín, de cómo se enterraban sus zapatos en el barro del jardín y se untaban de tierra sus manos. “Matilde canta con voz poderosa mis canciones”, dijo. “Yo le dedico cuanto escribo y cuanto tengo. No es mucho, pero ella está contenta.” Le pedí que le diera mis saludos y me acompañó hasta la puerta. Puso su mano en mi hombro y dijo: “Voy a decirte algo que ya sabes: esa mujer es la vida tuya”. Dijo que volviera cuando quisiera, que volviera contigo, si quería. Desde la carretera, volví los ojos y vi la casa iluminada, como un barco en tierra, y en una de las ventanas me pareció que el poeta todavía me decía adiós.




Friday, September 23, 2011

Armando Romero / Don Pablo en Chile


Pablo Neruda y Miguel Otero Silva

Armando Romero
DON PABLO EN CHILE

Dice la chismosa historia literaria, que un día André Breton, refiriéndose a la forma de caminar de Vicente Huidobro, preguntó a sus compañeros de mesa surrealista: “¿Saben ustedes por qué Vincent camina con los pies tan juntos?” Para responder de inmediato: “Porque si los abre se sale del mapa”. Valga esta lección de geografía surrealista para traer a mi memoria ese paisaje de sueño chileno que se abrió para mí, desde Arica hasta Concepción, pasando por el desierto de Atacama, la cordillera de los Andes, el mar y sus valles. Chile era otro paisaje, el espacio no habitado sino por la literatura para un muchacho de la incansable primavera del trópico. Valga esto como proemio para contarles mi encuentro con el poeta Pablo Neruda.
Por una de esas carambolas del azar, recién llegado a Chile en las postrimerías del invierno del 67, conocí al pintor venezolano Mario Abreu, ser de la magia transformada gracias a un juego surreal de objetos encajonados como lenguaje barroco. Abreu, mucho mayor que yo en edad, era ya un consagrado pintor que venía de visita a Chile luego de representar a su país en la Bienal de Sao Paulo.
Andábamos pues Mario y yo por las calles y los bares de Santiago, saltando por entre chicas y vino, cuando un día de esos Abreu leyó en el periódico que el escritor, Miguel Otero Silva, multimillonario narrador comunista venezolano, estaba también de visita en Chile, y que esa noche leería sus poemas en la Casa de la Asociación de Escritores de Chile, presentado por su amigo de toda la vida, Pablo Neruda.
Abreu, a quien Otero Silva le debía un dinero de cuadros comprados y no pagados en Brasil, me llamó urgentemente y me dijo que era hora de irlo a ver esa noche y tratar de sacarle algo de ese dinero, por supuesto para seguir nuestra acelerada fiesta santiaguina.
Neruda, grande, imponente, leía una oración laudatoria a la poesía de Otero Silva cuando entramos. Debo decir que rechacé de inmediato el tono de su voz, no obstante el impacto que de hecho me causó su presencia. Allí estaba frente a mí el despreciado poeta chupamedias de Stalin, me decía con la rabia de mis años juveniles, pero también era el poeta de los poemas de amor que ya hubiera querido escribirle a mis noviecitas caleñas, el poeta que ya empezaba paulatinamente a sorprenderme, aunque no me lo confesara, con sus Residencias.
Luego de la lectura de la poesía de Otero Silva, a la que no presté atención en absoluto, el director de la Casa invitó a los asistentes a una copa de vino en uno de los salones de recepción. Mario y yo, buscando alcanzar a Otero Silva para sacarle la plata, nos sentamos en una mesa situada estratégicamente para no perderlo de vista. En una de esas, un viejo escritor, muy honorable y muy circunspecto, a la chilena propiamente dicho, se acercó a nuestra mesa trayendo de la mano al mismo don Pablo Neruda. Éste, casi sin mirarnos, protocolariamente, estiró su mano para saludarme, pero yo, respondiendo con sangre fría y viejo odio tropical, lo dejé con la mano extendida. Neruda, retiró su mano con calma, y seguro, con la sonrisa de quien había pasado por peores afrentas y por muchos muchachos malcriados como yo. El viejo escritor, luego de llevar a Neruda a su mesa, regresó y me increpó mi mala educación con el poeta nacional. Yo, todavía feliz de la rabia, le contesté que no le había pedido que me lo presentara, así que la culpa era de él.
Vinos van, vinos vienen, y nada que podía Mario conseguir que Otero Silva abriera la cartera con los billetes. “Después de la cena hablamos, chico”, le dijo Otero Silva en un momento. Había cena, por supuesto, pero nosotros no estábamos invitados a cenar.
Tratamos de comprar el boleto pero el problema era que ya no había puestos vacíos en la mesa. Abreu, que no se iba a dar por vencido tan fácilmente, se fue directamente a la cabecera de la mesa, donde estaban presidiendo Neruda y Otero Silva, y le dijo a este último en forma insolente: “Chico, cómo te voy a esperar para que me pagues por los cuadros que me debes después de la cena si ni siquiera hay donde sentarse”. Otero Silva, viejo zorro y también extremadamente seguro de sí mismo, dio orden inmediata que trajeran una mesa adicional y nos sentaran a los dos. Y allí quedamos como una pequeña raya en la Ele que formaba ahora la mesa.
Varios escritores les cayeron a discurso rimbombante a los dos poetas, quienes aplaudían, reían, bebían y comían en abundancia. Lo mismo nosotros allá en nuestra esquina añadida. De pronto, uno de nuestros vecinos, que ya parecía un barco ebrio, se levantó y dijo que estando presente un pintor venezolano como Abreu, era justo y necesario oírlo hablar. Mario, sin perder un segundo, empezó un discurso patafísico que iba desde su niñez comiendo tierra en el patio de su casa hasta las piedras preciosas que cargaba en la chaqueta (para “engatusar” a las chicas, obviamente) señalando que allí estaba él, del barro a lo precioso, hijo de la tierra pura de América, y se declaró, en el colmo de la elocuencia, el pintor de América, ni más ni menos.
Yo, empujado por los vinos y las viandas, aplaudía, silbaba y gritaba vivas por doquier. Así es que cuando Mario terminó su discurso todo el mundo empezó a pedirme que hablara yo también, el joven poeta colombiano, y ahí me tiré con un discurso que hacía de Joaquín Murieta, personaje de la célebre obra de teatro de Neruda, un caminante nadaista, de las Odas Elementales un sancocho barroco, y de las Residencias una serie de hoteles baratos en la Zona Negra de Cali, y de las Alturas de Machu-Picchu un buen sitio para ir a comer helados de maíz y papa.
Mario gritaba vivas, los poetas se carcajeaban y Neruda aplaudía. Pero al terminarse la cena, Otero Silva le dijo a Mario que el dinero estaba en el Hotel Crillón, donde se alojaba, y que allí nos veíamos en el lobby, “Pídete una botella de vino y me esperas, chico”.
Obviamente llegamos en un santiamén, antes de que lo hiciera Otero Silva, no fuera que se nos escapara. Sentados en mesa con botella de vino enfrente esperamos no mucho rato. Y he aquí que Otero Silva se aparece con su esposa y con Neruda y Matilde, su mujer. Las señoras, al ver el panorama, decidieron seguir a sus habitaciones, y Otero Silva subió a su cuarto, “Ya vuelvo un momento”, dijo; pero Neruda, llenando un vaso de vino de nuestra botella se sentó con nosotros, nos pasó su enorme brazo por los hombros, a la vez que repetía: “¡Qué bien, qué bien!”, y a mí me pedía contarle más de los poetas nadaístas, de Colombia, cuya actitud y desparpajo le producía mucha curiosidad. Entonces todo fue una charla de viejos amigos, Otero Silva regresó, otra botella, y otra, hasta que apareció la figura de Matilde de improviso, y con “Pablo, es hora de descansar” acabó con el jolgorio. Pero Otero Silva no se había metido la mano al bolsillo y ya entraba al ascensor. Mario, decidido, lo cogió del brazo y le dijo “Miguel, qué pasa, chico”, y Otero Silva, riéndose, sacó un fajo de billetes de dólares y se los pasó. “Te doy el resto en Caracas, chico”, dijo, y los tres desaparecieron para siempre cuando se cerró la puerta del ascensor.